miércoles, 11 de mayo de 2016

Historia S-alada-s


Algunas historias se han escrito con sal. No con la sal que escoce heridas y arde, sino con la que se queda en la piel y sólo se recuerda al pasar la lengua por los labios y saberse ahí. La sal de las aguas, la que dibuja en la arena mapas de lugares inexistentes pero visibles, como los granos de oro mezclados con los de sílice que nos regala el pacífico; tesoros dispersos, inasibles y absolutos.

La historia salada puede haber comenzado con la recolección de rayos de sol. Cuando apenas andaba y los días apuntaban a la costa; la abuela seria, siempre pedía que al volver a casa trajera para ella un rayo de sol. Inmensa tarea. Pasaba los días viendo la luz en el aire, evaluando el rayo más adecuado. No se trataba del más lumínico, sino del que generara más variaciones de color en el aire al pasar la vista. Cuando el fin de la estadía se acercaba, había que tomar decisiones y capturar en una bolsa plástica la luz. Así, volví decenas de veces a casa teniendo la certeza de que entre las manos, y en una bolsa inflada, se encerraba no sólo el mejor rayo, sino toda la luz y, con ella, el océano entero. 


Aquellos días eran jornadas larguísimas de agua, con olas enormes que daban descargas; segundos de inconsciencia en los que se perdía el suelo, el aliento y el control. Después de horas en el vaivén del mar al ir a buscar los sueños, la marea subía y con ella el alarido de las olas que alternaba con el profundo silencio del ocaso. Las noches regalaban el milagro de no salir del agua, de tenderse y cerrar los ojos sintiendo la marea moviéndose aún en el cuerpo. Se comenzaba a soñar flotando siempre, se dormía en el agua.

Años después hubo que crecer y se me perdió el pacífico; pero a uno le quedan impresas las olas, sí, escritas con sal. A la calma del golfo le cayeron algunas tempestades. Como cuando niña, usé el mar para deshacerme de aquello que no servía más, recordé que lo que no quería regresara conmigo, podía dejarlo en las rutas de asfalto y quedaba allá. Entonces lo sembré todo en las planicies, a ellas les regalé lo que nunca regresó, que no se ve, pero se sabe que está cuando germinan las semillas. Los días se lavaron con aguas turquesas hasta entonces desconocidas, sus misterios trajeron piratas para escribir la historia, con sal; bajo los cielos más grandes y estrellados que hubiera visto.

En el mar en calma juré y me juraron, frente a las olas dejé y recuperé; me inundé y en el mar la fiesta fue inmensa. Se vieron paisajes de corales, peces y colores; los sonidos no eran más olas rompiendo, sino parvadas de aves estallando en un sol que dio calor a todo. En él se posaron todos los rayos que recolecté en la infancia, dibujaron un horizonte. En ese mismo sol que al cerrar los ojos penetra en amarillo por los parpados, el que hierve en la piel y emborracha; y que como la embriaguez, pasa, y así pasó. Al despertar, el mar estaba seco, en silencio. Sin poder andar, regresé a cuestas de un San Cristobal hasta la cima de las rocas; ahí volví a escuchar la música. Como un marinero viejo confundí el canto de las ballenas con el de las sirenas, creí, y me equivoqué.  

Nuevamente tuve que ser niña para que me ensañaron a escribir. A escribirle al mar, sobre el lecho de un río, cartas cortas con letras grandes, que corrían por las aguas hasta llegar a su destinatario. Querido mar, comenzaban todas diciendo, y terminaban riendo. Entre los versos escritos, muchas historias de sal se fueron en la calma y viajaron hasta donde debían estar. Con calma las vi absorberse en la arena.

Ayer, al pasar la lengua por mis labios pude sentir la sal, me vi ahí nuevamente, marina, y con la historia escrita, intentando capturar rayos de sol que dibujen horizontes.


Querido mar, nunca te borres.